El día 16 de junio en la librería café del FCE, en Miraflores, se realizó este valioso evento: Voces contra el feminicidio, una manifestación artística cultural organizada por las poetas Victoria Guerrero (CP) y Gloria Alvitres (Antifil) y la periodista Claudia Cisneros. La organización de esta potente presentación que tuvo música, poesía, narrativa y por supuesto, crónica, fue increíble, y quiero dedicar un post completo a contar de qué se habló y sobre todo, cómo se habló de los feminicidios, de la violencia contra la mujer, que es una emergencia nacional de la que tenemos que hablar ahora más que nunca.

Todos los participantes, poetas, periodistas, narradores, participaron para sublevarse ante la falta de interés de las instituciones que parecen no tener un programa coherente para proteger a las víctimas. Así, este recital fue un reclamo, y a la vez, fue la construcción de un lugar de enunciación público por la justicia frente al abuso, frente al dolor. En este contexto, el nombre que más hemos repetido esa tarde fue el de Eyvi. Fue su nombre y su dolor. 

Participaron Rocío Silva Santisteban, Becky Urbina, Mónica Sánchez, Eliana Fry García-Pacheco, José Carlos Agüero, Bruno Polack,  Marco Avilés, Fiorella Terrazas, Rosa Chávez Yacila, Teresa Cabrera, Claudia La Hoz, Valeria Román Marroquín y Violeta Barrientos. 

foto de rosana lopez cubas

Inmensos todos. En este adelanto de la crónica del día que algunos se perdieron, agradezco al periodista Marco Avilés por permitirme publicar el texto que leyó.

foto de Gloria Alvitres Aliaga

Marco Avilés (Abancay, 1978) A los dos años, se mudó con toda su familia a Lima. Es el cuarto de cuatro hermanos. En esta crónica, que ha tenido a bien pasarnos, él relata una parte de su historia familiar: la historia de su madre, Zoila, un personaje misterioso para él, puesto que falleció antes de que él pudiera conocerla y recordarla. Esta crónica, conmovedora, escrita con un lenguaje poético, con altas imágenes que tejen más preguntas que respuestas, no nos habla ni de malos ni de buenos protagonistas, sino de otros tiempos y de complejas relaciones, en las cuales no es posible encontrar culpables, sino más bien cicatrices como mapas abiertos para ver amplias rutas de viaje. 

foto raul garcía

Marco ha escrito De dónde venimos los cholos, considerada por el New York Times uno de los mejores libros del mundo y No soy tu cholo, una recopilación de sus mejores artículos. También escribió Día de visita, una recopilación de quince historias sobre la compleja realidad de las reclusas en el penal de Santa Mónica. Dirigió las revistas Cometa y Etiqueta Negra. Actualmente vive en Maine (Estados Unidos).

Mi madre antes de mí


Mi padre aún no era mi padre. Se llamaba Isauro, tenía treintaiún años, era soltero. Mi abuela sufría por ese hijo –el mayor de los siete–, pues le había salido un poco loco e impulsivo. ¿Cuándo iba a sentar cabeza ese muchacho? Un día mi padre le envió un telegrama para contarle que por fin se había casado. Unas semanas más tarde –añadía– viajaría con su esposa para que todos pudieran conocerla.

El mensaje conmocionó a la familia. El milagro había ocurrido. ¿Pero quién era ella?

Mi padre siempre fue independiente. Se mudó a la ciudad apenas se hizo adulto, y aprendió a ganar su propio dinero trabajando en hoteles de lujo y cafés elegantes. Le gustaba vestir bien, bailar tango, divertirse. Tuvo varias novias aunque nunca en sus últimos años se jactó de ese pasado. Él era bastante discreto, quizá como muestra de respeto a la memoria mi madre, y solo a veces, cuando se sentía cómodo tomando una copita de whisky, me contaba retazos de esa vida antes de mí. Era un hombre fuerte y vital pero mucho mayor que yo: me llevaba medio siglo. A pesar de este abismo, aprendimos a conversar antes de su muerte. A ella, en cambio, no la recuerdo.

El pasado es una suma de cosas que no sabemos o sabemos mal. Lo entendí cuando visité a la hermana de mi padre hace un par de semanas. Tía Gloria tiene ochenta años (la misma edad que él cuando murió) y pasa una temporada en casa de su hija, en un pequeña ciudad en las afueras de Boston, a tres horas de donde vivo, en Maine. Era un mediodía frío. Las calles estaban vacías. Los adultos, en el trabajo. Los niños, en la escuela. Tía Gloria y un gato dormilón parecían los únicos habitantes del barrio. Ella tejía una chompa cuando llamé a la puerta. Se alegró mucho de que A. y yo nos hubiéramos casado. La abrazó y se ofreció a tejerle algo, quizá una bufanda. Luego calentó agua y nos invitó a tomar café y a probar la mermelada de fresa que ella misma había preparado. Nos pusimos al corriente de nuestras vidas, pero a la primera oportunidad le pregunté:

–¿Cómo era mi madre, tía?

No le sorprendió. Endulzó su taza y a pequeños sorbos me contó sobre el telegrama. Más de medio siglo antes, al leer aquel mensaje, la embargó la misma curiosidad. ¿Quién era esa mujer? ¿Sería guapa, elegante, de mundo?

–Cuándo tu papá nos dijo que venía con su esposa, se armó la revolución en la casa. Todos queríamos estar bien arreglados para conocerla.

Tía Gloria, que entonces tenía veinticinco años, fue a una peluquería para arreglarse el cabello. Mi abuelo fue al dentista. Mi abuela preparó la mejor habitación para los esposos, e instruyó a sus hijos más chicos para que no los molestaran. Cuando el día llegó, mi padre estacionó el carro en la puerta. Una adolescente delgadita entró apurada a la casa y empezó a saludar. Tía Gloria pensó que era una sobrina o quizá una hermanita menor de su nueva cuñada.

La visitante vio a la hermana de mi padre y corrió a su encuentro. «Tú debes ser Glorita», le dijo. Tía Gloria la miró extrañada. ¿Acaso esa chiquilla la estaba tuteando? «Soy Gloria», le respondió. La muchachita le sonrió con ingenuidad. «Yo soy Zoila –le dijo–, tu cuñada». Tenía catorce años.

Tía Gloria se paralizó por dentro pero sonrío por fuera. Zoilita –como la empezaron a llamar– se acercó a cada uno de sus seis cuñados y se presentó saludándolos por sus nombres. No notaba la sorpresa que generaba. Mi abuela se fue a un rincón y rompió a llorar. ¿Esa niña era su nuera? Si estaba para que la terminaran de criar, ¿cómo iba a hacerse cargo de un esposo, de una familia?

Tía Gloria le pidió que se controlase. Mi abuela intentó disimular. Abrazó a mi pequeña madre. Las lágrimas eran producto de la emoción, le dijo. Bienvenida a la familia. Serás una hija más.

Era otra época. Las mujeres debían ser expertas en servir a sus maridos. Los días siguientes mi abuela observó con horror que Zoilita estaba más interesada en pasar el rato con los niños de la casa que en atender a su esposo. Cuando entraba a la cocina, la niña pedía que le avisaran, por favor, cuando estuviera listo el almuerzo. Luego se marchaba a jugar al fútbol con sus cuñados menores. Tía Gloria observaba a su cuñadita y se preguntaba si algún día iba a crecer.


                                                                       * * *


–La vida es así, Marquito.

Tía Gloria hablaba con una mezcla de pena y asombro. Me tocaba las manos.

–¿Quién iba a decir que esa chiquitita iba a convertirse en toda una mujer?

Tía Gloria recordaba unas vacaciones que pasó en casa de mis padres, muchos años después. Zoilita ya no era la niñita que jugaba al fútbol, sino una mujer alta y ocupada. Administraba una casa enorme, atendía a su esposo y criaba a tres hijas que iban a la escuela y a un bebé glotón. Mi padre era un hombre noble y trabajador, pero tenía un carácter difícil. Su ira parecía un fenómeno atmosférico. Aparecía de pronto, crecía como una tormenta y se disipaba dejando estropicios alrededor. Tía Gloria se aburrió de las escenas de su hermano y se quería ir. Mi madre la retuvo explicándole su fórmula mágica. «No le hagas caso, Glorita». Y en efecto, cuando mi padre renegaba, su esposa lo ignoraba como se ignora a un niño. Pasado el colerón, él volvía en sí, se llenaba de culpa, ofrecía disculpas, traía regalos. Mi tía, asombrada, decidió quedarse.

Mi madre pensaba mucho en el futuro. Hacía cálculos. Sacaba cuentas. Un día le preguntó a su cuñada si sabía cuánto dinero se necesitaba para mantener a cuatro hijos sola. Tía Gloria no sabía, pero le dio curiosidad la consulta. Mi madre reflexionaba sobre la muerte, que siempre es una posibilidad. ¿Cómo podría ella mantenernos si un día se quedaba sola? Tenía un proyecto. Montaría una granja de gallinas ponedoras. Vendería huevos.

–«Yo puedo salir adelante, Glorita». Eso me decía.


                                                                            * * *


Mi padre me pedía que nunca me olvidara de rezarle a mamá. Sobre todo en las épocas difíciles o cuando tenía que pedirle regalos a Papa Noel. Hice caso mientras fui niño e inocente. Mamá era un misterio protector. Esa persona que faltaba en mi familia y que, a veces, ayudaba desde el cielo. Nunca hice demasiadas preguntas.

Esa tarde, después de la segunda taza de café, me despedí de Tía Gloria con la seguridad de que nos reuniremos pronto. La historia de mis padres es una saga que me produce creciente ansiedad. Toda familia tiene una leyenda pero casi nunca alguien que se ocupa de reunir sus episodios dispersos. Los hechos se mueren igual que las personas que los recuerdan. ¿Seré yo el remedio contra ese olvido? Mientras conducía de regreso a casa, pensé en mis padres. Él tenía treintaiún años cuando aceptó trabajar como profesor en un pueblo lejano de los Andes. Desde allí envió un telegrama a su familia con la noticia de que se había casado. ¿Quién era su esposa? Ella era la hija de un rico hacendado en una época en que los hacendados eran señores feudales que dominaban las montañas. Mi madre era una princesa. Mi padre, el plebeyo que la sacó de ese cuento de hadas.

El desenlace ocurrió muchos años después. Fue por la época en que ella se preguntaba cómo podría mantener a sus hijos en caso de que le ocurriera algo malo a su esposo. Lo malo le ocurrió a ella. El carro en que los tres viajábamos una tarde cayó a un precipicio. Yo tenía dos años. Ella treintaiséis. Mi padre nunca volvió a casarse. También dejó de beber.



Foto de portada: El comercio / Giancarlo Shibayama.