Karina Pacheco Medrano (Cusco, 1969) es doctora en Antropología de América y experta en Desigualdad, Cooperación y Desarrollo por la Universidad Complutense de Madrid. Ha publicado numerosos libros y artículos especializados en temas de cultura, desarrollo, racismo y discriminación. Como escritora, en 2006 publicó su primera novela, La voluntad del molle; el año 2008 ganó el Premio Regional de Novela del Instituto Nacional de Cultura de Cusco con No olvides nuestros nombres; en 2010 publicó la novela La sangre, el polvo, la nieve, así como su primer libro de cuentos, Alma alga. En 2012 publicó Cabeza y orquídeas, obra ganadora del Premio Nacional de Novela Federico Villarreal 2010. El año 2013 ha publicado el libro de cuentos El sendero de los rayos y la novela El bosque de tu nombre.

karina pacheco. foto: las críticas

 El espacio que leemos

"Las orillas del aire" es un libro cargado de historia, memoria, y por ello, está cargado de sorpresas. De su trama me llamó la atención sobre todo un detalle: si la memoria es un campo contencioso (como lo señalan Ponciano del Pino, Félix Reátegui y José Carlos Agüero), y por ello, es subjetivo y en constante evolución, este libro no solo nos abre una gama inmensa de oportunidades de recordar el pasado (político, por ejemplo) desde varios lados, sino de acceder a una historia "personal" -que es la de la familia Ruiz- desde la historia de varios nombres, que, en este caso son interesantes porque varios pertenecen a una misma persona. 

Quizás el ejemplo emblemático es el de Ayda (también llamada Mayra, y también "Ayra"). Ella es la abuela -la raíz- que busca Rada Ruiz, la protagonista de la novela. Ayda es quien intuimos, encarna en la portada esa sirena que transgrede su misma condición ficcional. Es decir, va más allá de lo que iría una sirena como sirena en sí misma: no tiene escamas, sino plumas en su cola. Así, su cola de pez está hecha para volar. De otro lado, su cuerpo es el recorte de una foto en blanco y negro, claramente tomada de un álbum de fotos familiares -más que de un diario-, por ejemplo. La mujer a la que nos remitimos, la que delinea la novela, representa el conjunto de dos espacios: el de la foto ("real", representado por la ausencia de colores, ausencia de "tecnología") y el ficcional-transgredido (sirena voladora hundida en el mar). Dentro de esta conjunción es que emergen viajes, y otros personajes que nos permiten acceder a intersticios velados de la historia, o mejor dicho, de la Historia peruana. 

portada.

En este marco, en el de la Historia, con "H", me gustó mucho el personaje de Ilana. Una mujer indígena, descendiente de los omagua, que lo único que guarda de ellos, y de su familia, son 5 palabras. Solo 5 palabras de todo un enorme universo de creencias, de vivencias. Ilana agiliza la novela y el ritmo de narración porque es ella quien sabe todo lo que la protagonista, Rada Ruiz, quiere saber. Ella sabe los secretos que Rada necesita conocer sobre la vida de su padre, sobre el abandono de su infancia, sobre el misterio de su mismo nombre. Pero Ilana, a su vez, sabe más, sabe algo más que golpea a Rada: sabe la trascendencia sobre la pregunta por el origen. El fragmento que he elegido nos permite conocer un poco más sobre la trascendencia de este personaje y de su lugar en esta novela que no se centra en hablarnos de una violencia física o de una violencia biopolítica, nos habla de algo más. Nos habla de lo que no se nos ha contado antes: de cómo algunos desaparecieron y nadie, nadie dijo nada más. 

fragmento de la novela: ilana y sus cinco palabras


Mientras servía el café en nuestras tazas, empezó a hablar de aquellas palabras:

—Cinco palabras guardo yo. Cinco palabras solamente —afirmó y me extendió mi taza de café.

La miré en silencio, sin saber si debía decir algo o aguardar a que ella terminase de contar lo que quisiera contar.

—Pua, Kawa, Sisu, Parana, Kwarashi —pronunció.
—¿Cómo? —le pregunté.
—Son las palabras que guardo. Pua, Kawa, Sisu, Parana, Kwarashi —repitió, y acercó el azucarero a su café. Echó dos cucharitas, las removió pausadamente—. Son palabras de mi mamá, de la lengua en que me hablaba.
Su madre había pertenecido a la nación de los omagua. Una varicela la mató cuando Ilana tenía cinco años. De su padre se decía que era uno de los últimos buscadores de caucho arribados a Loreto. Nada más conocía de él. No sabía de qué manera ellos dos se encontraron, ni en qué circunstancias la engendraron, aunque no era difícil de imaginar.

Cuando la expedición de Orellana arribó al Amazonas, los omagua eran una nación que se expandía por ríos y cuencas interminables. Y de repente sobrevino el cataclismo. Diezmados desde los tiempos de la Colonia, la explotación del caucho les supuso el ramalazo final. Quienes sobrevivieron se fueron diluyendo en otros pueblos y muchos sucumbieron ante enfermedades que les eran extrañas. Los últimos que quedaban en Erabamba no habían sabido qué hacer con Ilana. Antes de huir selva adentro, la entregaron a la misión que las dominicas tenían en el pueblo.

—Pua, Kawa, Sisu, Parana, Kwarashi —volvió a pronunciar y me desafió—: A ver, repítelas.

La miré perpleja. Solo recordé Pua.

—¿Sabes qué significa?

Negué con la cabeza, dudando si debía meterme en la boca el trozo de galleta que tenía en las manos.

—Eran miles de palabras —sentenció e hizo revolotear su mano izquierda en el aire—. Y el bosque estaba ocupado por miles y miles de omaguas. Y el río por miles y miles de sus barcas. ¿Puedes imaginar?

Devolví mi galleta al plato, volví a negar con la cabeza, bajé la mirada a mi taza de café. No podía imaginar.

—Miles y miles desde el bosque y el río estarían mirando pasar el barquito de españoles asustados, hambrientos y cubiertos de pelos —prosiguió Ilana—. Con pena los mirarían. ¿Qué iban a imaginar lo que después iba a pasar? ¿Tú habrías imaginado?

De awajunes, shipibos, machiguengas, piros y asháninkas conocía algunas historias y creía que habían sido los únicos pueblos que se habían extendido ampliamente por la Amazonía peruana. De los omagua no sabía nada. Hasta ese día. Hasta que llegué a esa casa.

—¿Dónde habrá más palabras? —preguntó Ilana—. Mi mamá se llevó muchas. Y ahora, en este bosque solo quedo yo. Kawa.

Cuando el boom del caucho se desinfló, a Erabamba comenzaron a llegar gentes de lejanas ciudades solicitando con papeles notariales la cesión de terrenos baldíos, aunque no eran baldíos.

—Así llegó Blas Girán a estas tierras —me contó Ilana—. Pero ya era un poco tarde, solo consiguió cien hectáreas. Nosotros estábamos antes, pero nosotros no hablábamos en papel, entonces solo quedamos como mano de obra, o quedamos muertos. Y solo nos quedaron algunas palabras.

A los diez años huyó de la misión y por un tiempo se dedicó a servir de ayudante en los mercados a cambio de comida; un par de años más tarde pasó a ofrecer su mano de obra de una finca cafetalera a otra. El trabajo era abundante y las pagas eran mejores, pues los granos de café eran llamados oro rojo en esos años.

—Ahora los aventureros vienen por el oro verde de la coca, pero no lo usan así; se lo llevan como polvo blanco.

Me hablaba en un castellano fluido, con una musicalidad muy particular. Me preguntaba si esa música era suya, o si venía del idioma que tuvo, de un idioma extinguido ya en las voces de Erabamba.

—Pua, Kawa, Sisu, Parana, Kwarashi —repitió con determinación—. Para qué habría guardado yo esas palabras; para qué los Girán habrían llegado de tan lejos; para qué has venido tú desde el Cusco si al final todos se olvidarán de Erabamba, como ya se olvidó el nombre viejo que antes tenía. ¿Para qué?

Empecé a sudar. El café seguía caliente, la temperatura subía y el tiempo para alcanzar mi avioneta a Lima se recortaba.

—¿Para qué? —murmuré. De mi frente, una gota de sudor cayó sobre la mesa. Tomé la servilleta de papel y la borré. Ilana me miraba.

—¿Qué significan esas palabras? —le pregunté.

—Mano, bosque, estrella, río, sol —tradujo, como una cascada.

Las repetí en voz baja. Con una mano podía arrancar estrellas de vidrio incrustadas en el cielo pero no sabía si valía la pena. Con la mano nunca he podido tocar estrellas de verdad. Sisu. Levanté la derecha y no podía siquiera agarrarme al aire fresco que entraba por la ventana.


Portada: La República