Pedro Antonio Valdez, brillante escritor (cuentista, novelista, poeta) nacido en Ciudad de La Vega, República Dominicana, en1968, se inscribe junto con Rita Indiana y la escritura diaspórica de Junot Díaz y Julia Álvarez, como una de las voces más representativas de la literatura dominicana actual.
Valdez ha obtenido tres veces el Premio Nacional de Novela de su país, primero por Bachata del ángel caído (1999); después por Carnaval de Sodoma (2002), novela adaptada al cine en el 2006 por el mexicano Arturo Ripstein en una cinta de nombre homónimo, y finalmente por La salamandra (2012). El autor también fue becado por prestigiosas universidades, como Standford y Berkeley para dictar cursos, y ha ganado varios otros premios que sumarían una extensa lista a este artículo; no obstante, para él “los premios son los instrumentos que le dan forma a la carrera de un escritor. Pero sólo una parte. Si se comete el error de tomar esta parte como el todo, se corre el riesgo de perder la perspectiva”. Y Pedro no la ha perdido en lo absoluto, por ello prefiero presentarlo a través de su obra.
El arte de amar
En este ensayo/reseña hablaremos de su más reciente poemario El arte de singar (Santo Domingo: La Hojarasca, 2015). Sostenemos que si bien es un poemario erótico no lo es solo por su temática, sino por su carácter vital, y más aún, por lograr que las palabras “performen” lo que se intenta hacer con los cuerpos a través de diversas imágenes, predominando las de la naturaleza: por ejemplo, la fuerza y la silenciosa belleza de las plantas. Algo más al respecto, si bien el yo poético es claramente masculino, en esta propuesta la mujer no aparece como un sujeto pasivo ni mucho menos como un objeto por conquistar o meramente como un cuerpo. La mujer es un espacio, es la naturaleza, es la vida que crece inminente al que el poeta le canta, observa, y se rinde. Aquí no hay conquista ni superioridad. Hay amor.

Quisiéramos comenzar comentando algunas características formales de este libro. Respecto de su estructura son 35 poemas que no están agrupados por secciones ni obedecen a particiones particulares. El libro tampoco tiene un prólogo ni una contraportada que contextualicen u opinen sobre el texto. Así, nos encontramos solos frente a poemas que aparecen como un flujo constante. Podemos visualizarlos como la caída de la lluvia, como varios textos que caen sin un orden específico o justificado, pero sí sobre un mismo destino: el tema que articula todos los poemas y que va matizando la voz poética es el arte de hacer el amor (o el arte de singar). Todos siguen el verso libre y tienen, eso sí, diferente extensión: por ejemplo, “Caricia” (12) es un poema de cinco versos mientras que el poema seguido, “Paja que se refleja en la otra” (13) tiene 35. Asimismo, todos los poemas hablan no solo de la experiencia amorosa, sino de cómo esta permite que el poeta se defina a sí mismo, y defina lo que tiene alrededor, como las “Matemáticas” (9), “El grito” (8), la “Tentación” (7), los “Celos” (25), la “Risa” (24), el “Te quiero” (23) e incluso que defina las “Definiciones” (42). El sujeto poético nombra lo que puebla su universo y lo define en función del amor.
Para comenzar a analizar algunos poemas, veamos primero la portada y la contraportada del libro, que podrían verse como los primeros “textos” de este poemario. Por un lado, es notoria la cantidad de tallos y hojas, simulando una enredadera, o un conjunto vivo de plantas que crecen en un trasfondo primaveral. De otro lado, el espacio destinado a una imagen más concreta sobre el libro, digamos, alguna referida a la sexualidad o al encuentro de dos amantes, se encuentra vacío. Este detalle permite que el lector se involucre en el poemario y trate de imaginar qué existe en ese espacio “vacío” o intente entender por qué no da una imagen concreta o fácil al lector.
Interpretémoslo, en primera instancia, como una forma de materializar la ausencia, como una forma de mostrar lo que sucede cuando uno de los dos amantes no está. La tristeza por la ausencia real o no, aparece constantemente en varios poemas. Por ejemplo en los siguientes versos de “Paja que se refleja en la otra”: “Regreso/de la derrota de estar sin ti, / que es la peor moneda de estar solo. /Ya no soy yo/sino un ser seco, una gota de nada. /La estructura de leche, caja en que resonó la felicidad/hace instantes” (14). O como estos otros del poema “El Mediohombre”: “Soy la mitad que sobra. / En la otra se fue el ojo /que te transfiguraba en risa, /el pulmón por el que entrabas / a azotarme los huesos, el pedazo de corazón / desde el que te amaba” (41).
No obstante todo lo dicho, ensayemos otra lectura. La ausencia de una imagen también puede representar la misma arte poética del autor. Entender al poemario como un gesto que performa el lenguaje y el estilo de lo dicho. Veamos algunos ejemplos: los poemas “Caricia” (12), “Corazón” (10) y “Semejanza” (11) son poemas que imitan en sus versos, su significado mismo.Por ejemplo, en “Caricia”: “La caricia/ es la evidencia de tu piel. / Posar mi mano en el lomo del aire. / Tocar con los ojos cerrados/ un espejo” (12) El poema define lo que es una caricia (“la evidencia de tu piel”) pero crea con los demás versos la sensación de una caricia más que la descripción de esta. Lo mismo con los demás poemas mencionados.
En el poema “Corazón” encontramos agudos versos que como “siento un hoyo abrir su puerta/bajo un seno/y una fruta palpitante/ se desprende de mi pecho/y suena/ PUM/ y hace un eco sobre otra semejante” (10) Estos versos resuenan, como lo haría un corazón. En “Semejanza” se define cómo se entiende esta en relación con el ser amado, y se produce una abstracción de lo que esta significa: “Lo único semejante/a ti sin ropa/ o vestida/ mientras saco tierra amarilla/de tu sexo/ es sentarme a tu lado/y pensar en un Dios sin juicio/ que olvidó crear el tiempo” (11). En este caso una “semejanza” no es tangible como lo es una caricia, de ahí a que lo que el poema nos ofrezca sea igualmente menos visual y más reflexivo.

foto: Andrea Torselli
Finalmente, el poeta se define como un no-“poeta” ya que lo que busca no es “esa” poesía que ve que los que se autonombran como tales buscan. Por ejemplo, en “Las puertas infinitas” encontramos que comienza dirigiéndose a un claro lector: “Amigo poeta: / sigue ahí cazando metáforas, /persiguiendo en cada verso/ la luz de la eternidad, mientras yo sigo en lo/ mío” (19, énfasis nuestro). Lo suyo es, siguiendo el mismo poema “atar con urgencia/estas palabras/que me sirven/para he llamar a mi amor/con la excusa de leerle lo último/que he escrito sobre ella, /y que a cambio me muestre/que las puertas del infinito/ siguen en sus piernas/y me deje tocarlas/y me deje entrar” (19). El poeta del que nos habla Valdez sería aquel que no se conecta con la vida, con la experiencia misma, y vive más bien encerrado en títulos u abstracciones. Él que no se reconoce con títulos pomposos es el que vive la poesía haciéndola un cuerpo fulgurante, como cuando sentencia: “cerrar los ojos sobre ti/es quitarse la ropa sobre el fuego,/adivinar cada centella/que anoche en tus ojos” (36)
Los poemas de este libro son un continuum de imágenes y murmullos, de miradas privilegiadas que juegan con el lenguaje mismo. Leamos sino estos versos: “Yo desenroscaba el sol cada mañana, / ponía a arder su pétalo como una roca de seda” (44). Estas imágenes de luz y sombra, pero siempre de calidez -incluso en la soledad- son la propuesta de El arte de singar de Pedro Antonio Valdez. Un libro del que reconocemos un arte sensible, complejo, y con un cuidado altísimo en el lenguaje.
Un libro que merece una constelación de estrellas, si se necesita recomendación.
(Foto cabecera: 7dias.com.do)